domingo, 23 de diciembre de 2012

 
 


Lo que pasó fue que nada salió como habíamos planeado. Desde un principio, las cosas fueron distintas de lo normal entre nosotros. Ni nuestra situación era tal vez la más correcta, ni el momento fue quizás el más oportuno, pero una cosa teníamos clara: estábamos locos el uno por el otro.

Desde el segundo uno. Después de la primera mirada, yo sabía ya que el destino hurgaría en algo más que la piel. Y después de nuestro primer encontronazo, lo tuve claro de veras: no importaría nunca lo que pasase, nuestro destino era estar juntos.
Tal vez fueron las luces de aquella noche, llamémoslo destino, casualidad, o tal vez atrevimiento. No sé el momento exacto en el que debía pasar aquello, pero aquel primer beso cambiaría sin duda todo nuestro mundo.

Después de que el verano acabase de la mejor manera posible, nosotros soñábamos despiertos, hacíamos nuestro el mundo. Con las primeras luces del alba nos quedábamos dormidos, siempre después de ciertas palabras, y con la promesa de mil noches en vela más.

Y qué importaba todo aquello. Nosotros éramos felices y no le hacíamos más daño a nadie que no fuésemos nosotros mismos. Prometíamos encontrarnos algún día, tal vez a mitad de camino, jurándonos internamente que un par de miradas serían suficientes para mantener la sonrisa durante días.

Vivíamos de eso. De sueños. De sueños y esperanzas que adornábamos con palabras bonitas. Seguíamos pensando que el mundo era sólo de los dos, hasta que uno de nosotros dejó de tenerlo tan claro.

Las palabras bonitas faltaban de vez en cuando, y las miradas dejaron de tener el mismo significado. Las sonrisas se convirtieron el algo forzado y nosotros nos íbamos dando cuenta de ello sin poder hacer nada para evitarlo.

Hasta que llegó la estación de las lluvias y las hojas caídas. Y cuando el frío llamaba a mi ventana, yo ya no buscaba el calor detrás de esa pantalla.

Dejé de esperar sus palabras. Dejé de esperarlas porque preferí acurrucarme junto al montón de cenizas que quedaban de nuestros recuerdos juntos.

Cada palabra, cada riña, cada beso, cada sonrisa, cada mirada… incluso cada pequeña discusión pasada, daba el calor suficiente para no morir cada noche congelada en mi cama.

Las lágrimas se hicieron cada vez más frecuentes. El malestar llegaba y sin pedir permiso se instalaba en mi vida y lo organizaba todo. Y yo no pude hacer nada.

Aunque aprendí a vivir con ello. Sí. Llegué a sobrevivir con el dolor, al igual que lo había hecho en el pasado gracias a sus besos.

Y entonces llegó el momento, cuando yo ya no pude más y acabé por explotar. Decidí dejar todo aquello de lado. Acabaría por fin con aquellos recuerdos, con aquellas estúpidas cenizas que dejaron de emitir fuego y calor hacía ya mucho tiempo. Dejé de ser vulnerable, y por un momento me creí fuerte.

Pero entonces volvió a resurgir el fuego. Aunque de manera controlada, claro.

Aquellas cenizas que yo había decidido desechar, se volvieron chispas, que tal vez no fueran lo suficientemente fuertes como para poder mantener un fuego vivo, pero cuando nos juntábamos, manteníamos controladas las chispas durante el tiempo suficiente.

Aunque como siempre, con las últimas gotas de mi cerveza, me dio por pensar.

No es que no quiera mantener vivo ese calor interno, porque de hecho yo sigo creyendo que el mundo puede ser sólo de los dos. No es que no haya luchado hasta quedarme sin fuerzas, que lo he hecho, pero a veces hasta los más perseverantes terminan rindiéndose.

No es que yo haya dejado de quererle… es que nunca dejé de creer del todo en nosotros.

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